Alta va la luna. Federico García Lorca
Alta va la luna.
Bajo corre el viento.
(Mis largas miradas,
exploran el cielo.)
[…]
De Nocturnos de la Ventana
Alta va la luna.
Bajo corre el viento.
(Mis largas miradas,
exploran el cielo.)
[…]
De Nocturnos de la Ventana
No olvides nunca
el sabor solitario
del rocío blanco
De Haiku de las Cuatro Estaciones
(Ediciones Miraguano, Madrid 1983)
Ancorel,
viene en deseo,
a sus anchas.
Una desbandada de hipocampos
señala el lugar del surco
en las profundidades.
De Ejercicio de opacidades
(AdamaRamada, Madrid 2006)
Hombre con perro
Óleo sobre lienzo, 152 x 117 cm. 1953
Buffalo, Nueva Tork, Albright-Knox Art Gallery
Francis Bacon. En la exposición del Museo del Prado
Tres estudios de figuras al pie de una Crucifixión.
Exposición Palacio de Cristal del parque del Retiro en Madrid.
La desdecida luna soñolienta.
La que no supe nunca como se llamaba.
Dijo María o Luisa. Reí. Tu nombre es luna.
Luna callada o luna de madera.
Pero luna. Y callóse.
Cómo no, si dormida,
es un pez, un blanco pez limpiado
de todas las memorias, de las espinas tristes,
de su merced doliente. Y duerme
como muerta, en un lago de penas,
pero de penas muy lloradas,
de lágrimas vertidas,
que no son ya dolor, sino agua sola,
agua a solas, sin luces,
como la misma luna muerta.
De Poemas de la consumación
(Plaza & Janés, Barcelona 1991)
Homenaje
a San Juan de la Cruz
Toda la noche cerrada,
volcada. Foscas, bruñidas
las paredes. Se resbalan
torpes las estrellas fijas.
Sin un resquicio, la noche
campana muerta, caída.
La viva voz, por la tierra,
De la alta noche, extinguida.
Parado campo. No mientas,
noche, noche. Muda, fría,
volteas, doblas sin habla
y calladamente giras.
Todo es signo. Suavemente
hasta quedar detenida,
la noche persiste. Abismos.
Luz y sombra. Planos. Vida.
El alma ya no se siente.
Se siente todo. Inaudita
pasión. Dime tú, ¿morir
será hacer la noche mía?
Entonces morir. Muriendo,
noche , te siento. ¡Divina
realidad! Tú suenas, tú
eres, tú: mi vida es mía.
De Antología total (Editorial Seix Barral, Barcelona 1978)
No es tu final como una copa vana
que hay que apurar. Arroja el casco, y muere.
Por eso lentamente levantas en tu mano
un brillo o una mención, y arden tus dedos,
como una nieve súbita.
Está y no estuvo, pero estuvo y calla.
El frío quema y en tus ojos nace
su memoria. Recordar es obsceno,
peor: es triste. Olvidar es morir.
Con dignidad murió. Su sombra cruza.
De Poemas de la Consumación (Plaza & Janés, Barcelona 1991)
La luna es una ausencia.
Carolina Coronado
La luna es ausencia.
Se espera siempre.
Las hojas son murmullos de la carne.
Se espera todo menos caballos pálidos.
Y, sin embargo, esos cascos de acero
(mientras la luna en las pestañas),
esos cascos de acero sobre el pecho
(mientras la luna o vaga geometría)…
Se espera siempre que al fin el pecho no sea cóncavo.
Y la luna es ausencia,
doloroso vacío de la noche redonda,
que no llega a ser cera, pero que no es mejilla.
Los remotos caballos, el mar remoto, las cadenas
golpeando,
esa arena tendida que sufre siempre,
esa playa marchita, donde es de noche
al filo de los ojos amarillos y secos.
Se espera siempre.
Luna, maravilla o ausencia,
celeste pergamino color de manos fuera,
del otro lado donde el vacío es luna.
De La destrucción o el amor
(Editorial Losada, Buenos Aires 1967)
A Francisco Salinas, Catedrático de Música de la Universidad de Salamanca |
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada.
A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino,
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.
Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora,
el oro desconoce
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca engañadora.
Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.
Ve cómo el gran maestro,
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.
Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta,
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.
Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él así se anega,
que ningún accidente
extraño o peregrino oye o siente.
¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!
A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos, a quien amo
sobre todo tesoro,
que todo lo visible es triste lloro.
¡Oh, suene de continuo.
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos,
quedando a lo demás amortecidos!
De Poesías (editorial EDAF, Madrid 1964)
El perro, la música y la muda -la mujer, el lenguaje y la
rata-, la angustia, la postura erguida, la barba y la muerta
han acompañado siempre a los hombres a lo largo de los
últimos milenios, por todas partes, en el mundo sublunar.
De La lección de música
(Editorial Funanbulista, Madrid 2005)
Orugas en procesión.
Racimo de uvas mohosas.
Rosario de misterios inútiles.
Rama de hiedra que no asciende
muros desnudos.
No puedo. No quiero
convertir tanto horror
convertir tanta muerte
en un listado de compra.
Afilados y en punta
me llegan los númerospuñales.
¡Tanto hielo!
en esta brasa.
(©Jaakko Kilpiäinen/Festival de Kuhmo 2008)
Sofía Gubaidulina en el concierto del pasado día 14 en el
Auditorio Nacional de Madrid, sorprendió con su obra
En el borde del abismo (2003), tocando el acuófono
(waterphone: un invento del artista Richard Waters, al
que se fijan unos tubos de metal afinados a un resonador
de acero inoxidable, en el que se introduce agua y al
percutir o tocar con arco se crean inquietantes sonidos).
La totalidad del programa fue espectacular al escuchar obras
compuestas por Gubaidulina desde 1979 al 2007, para violín,
bayan, violonchelos, saxofones, percusión, piano, guitarras;
así como el programa del día siguiente con la magníficas
interpretaciones de Ivan Monighetti al violonchelo en la
obra In croce, acompañado al bayan por Elsbeth Moser.
En la proximidad a la compositora, era una tentación apartar la
mirada del escenario y ver como sus manos sienten la música,
como imaginariamente acaricia los instrumentos, su forma de
estar, su humildad ante los aplausos y el compartirlos con los
músicos. Dos conciertos apasionantes.
“La pieza se titula Silenzio (1991) porque la mayor parte se
interpreta en pianissimo. No era mi intención representar
simplemente el silencio o crear la impresión de silencio.
Para mí, el silencio es el terreno en el cual puede crecer algo.
Pero, ¿qué? Se crean relaciones rítmicas muy precisas.
Estas aparecen en cada una de las cinco miniaturas: a veces
ocultándose bajo la apariencia de episodios dentro de la forma,
a veces mostrándose abiertamente, como la relación entre la
duración de las notas. Al final, lo manifiesto y lo latente
convergen en una síntesis: a lo largo de todo el movimiento
podemos escuchar secuencias rítmicas claramente formuladas
en la parte del bayan (similares, por ejemplo a las variaciones
sobre un único ritmo). Y es este mismo ritmo el que se puede
escuchar en la relación entre episodios dentro de la forma
general: 7-2-5”.
Tomado de las notas al programa del concierto de cámara
Carta blanca a Sofía Gubaidulina.
14 de enero de 2009.
Auditorio Nacional de Música de Madrid.
A imagen de los astros
─celestial armonía y no música─
ordenar
los caminos del alma:
interior laberinto
en la compacta noche.
Callen el mar,
la cascada y el viento,
y aflore el manantial
en las entrañas,
imponiendo su luz
a la cegada carne.
De Poesis Perennis
(El perro asirio. Madrid, 1988)
La imagen de las torres se dibujaba en el mar. Unos
pájaros tenues las rodeaban con su vuelo metódico.
No podían sostenerse en sus pies elementales, falsos.
Los rayos caían al azar y con frecuencia desde el
cielo vacío. Yo esforzaba el pensamiento y no descu-
bría su origen imposible. Las torres y un ciprés lacio
permanecían indemnes.
Yo había despertado de un sueño inmóvil y de sus
visiones fatídicas, originarias de la luna. La vista del
ciprés me encaminó a un sepulcro inédito.
Isolda había desaparecido de la tierra y descansaba
allí mismo de su pasión agónica. Yo quise hablar y
mis palabras volaron por el aire, convertidas espon-
táneamente en gemidos.
De Las formas del fuego
(Ediciones Siruela, Madrid 1988)
[…]
Y cuando muy de noche retorna silenciosamente a la amplia villa entre
los jardines, a la habitación blanca de techo bajo donde se encuentra
el largo, refulgente piano de cola que calla con todas sus cuerdas,
detrás de una enorme pared de vidrio, remontando los cristales del
invernadero, la noche primaveral se inclina entera, desfigurada y llo-
viznando estrellas, jarrones y recipientes exhalan el aroma amargo
del cerezo silvestre y lo vierten sobre las frescas sábanas de la cama
blanca; entonces, encadenándose al curso de la magnífica e insomne
noche, recorren sus inquietudes y el corazón habla en sueños, y vuela,
y tropieza, y solloza en la vasta, maciza noche repleta de mariposas,
amarga como el cerezo y luminosa. Es el amargo cerezo quien dilata
la noche infinita y el corazón, cansado de volar, de felices carreras,
quisiera dormirse en alguna frontera aérea, en un límite más delicado.
Mas, de esa noche pálida se extiende sin cesar otra nueva, más pálida
y más incorpórea, rayada con resplandecientes líneas, zigzagueante,
en espirales de estrellas y blancos vuelos, mil veces inyectada por los
aguijones de mosquitos invisibles, sigilosos y dulces de tanta sangre
femenina, y el corazón, incansable, vuelve a unirse con el sueño,
irresponsable, enredado en turbios alborotos estelares, en prisas
jadeantes, en pánicos lunares, místico y múltiple, envuelto en des-
vaídas fascinaciones, en inermes y lunáticos sueños, en
estremecimientos letárgicos.
[…]
De Sanatorio bajo la clepsidra.
(Montesinos, Barcelona 1987)
[…]
Frente a la figura femenina que representa el más allá de la muerte,
en su doble dimensión de seducción erótica y de tentación de inmortalidad,
los griegos prefirieron la simple vida humana desplegada a la luz del sol,
el dulzor amargo propio de la condición mortal.
De El individuo, la muerte y el amor en la Antigua Grecia
(Ediciones Paidós, Barcelona 2001)